20 ene 2011

RECUERDOS DE UN VERANO EN ABIADA

Entre los recuerdos de mi niñez guardo unos con gran cariño que se desarrollaron durante varios veranos en el pueblo campurriano de Abiada, cuando en el mes de julio nos subíamos toda la familia al pueblo para ayudar a Cándido, tío de mi madre, a meter la hierba.













Eran días de duro trabajo pero, a la vez para mí como niño, llenos de aventuras y correrías.








Nos levantábamos temprano y desayunábamos a base de productos naturales del pueblo: una buena rebanada de pan en la que untábamos nata o queso hecho por Cándido y por encima una capa de miel de sus colmenas y un buen vaso de leche ordeñada la noche anterior.
No habíamos acabado de desayunar cuando ya se oían las campanillas de las ovejas y cabras que el pastor iba recogiendo por todas las casas para subirlas a pastar durante todo el día a los pastizales comunales del pueblo.
Al rato se escuchaban los campanos de las vacas que, una vez ordeñadas, dos vecinos del pueblo iban recogiendo para llevarlas también a pastar todo el día. Este trabajo se denominaba “la vecería” y se iba rotando entre los vecinos tantos días como vacas tuviesen. Se echaban a la “vez” todas las vacas menos las parejas de tiro de los carros. Para mis hermanos, más pequeños que yo, y para mí, este hecho era un espectáculo lleno de colorido y emociones que nunca nos perdíamos.
Antes de todo esto Cándido ya había ordeñado, dado de comer al chón, soltado las gallinas, recogido los huevos y seguramente alguna otra cosilla.
Una vez realizadas todas estas labores rutinarias y mientras él almorzaba un trozo de pan con algún manjar de su matanza como chorizo, salchichón, lomo en aceite o jamón, se planificaba el día, según lo que tocara con la hierba: segar, dar vuelta o cargar y meter en el pajar. Por supuesto había que contar con la climatología que hiciese, ya que era la que condicionaba todo el trabajo.









La primera labor del proceso de meter la hierba es el de segarla. Lo solía hacer por la mañana utilizando para ello el dalle. Esta herramienta está compuesta de una cuchilla de acero algo curvada ensartada en un mango de madera que hacia la mitad de su longitud lleva un agarradero llamado astil.
Antes de empezar y alguna vez más según la faena, tenía que “picar el dalle” que consiste en sacarle el corte, mediante un golpeteo suave y preciso con un martillo en la cuchilla apoyada sobre el yunque. Para hacer esta operación se tumbaba de medio lado en el suelo, se echaba para atrás la boina para que no le molestase y encendía un cigarro de los de liar. Además, de vez en cuando, para que no se perdiera el corte, tenía que “dar pizarra”, la cual metía en la colodra que llevaba colgada al cinto, con un puñado de hierba verde y un poco de agua.










Esta labor era la más dura, por eso en aquellos años sólo lo hacia en los praos más complicados por estar muy pindios como Las Lindes, donde segar con máquina no era posible.
Al final de esta labor quedaba todo el prao con lombillos, que son las hileras de hierba que va dejando el segador a cada golpe de dalle.
Al día siguiente, cuando el sol había secado la hierba por la parte de arriba, íbamos a darle vuelta con el mango del rastrillo, con el fin de que se secase por la parte de abajo. Al otro día, si había hecho buen tiempo, ya estaba la hierba seca y lista para recogerla y almacenarla en el pajar. Generalmente pasaban dos días desde que se segaba hasta que se recogía.
El siguiente paso requería coger el carro, que Cándido al principio del verano ya había preparado con las armaduras para que tuviese más capacidad. Esta labor la solíamos hacer por la tarde e íbamos toda la familia. La pareja de tiro estaba compuesta por dos buenas vacas mixtas llamadas Artillera, de capa oscura, y Lucera, más clara.
Lo primero era uncirlas al carro mediante el yugo, cosa que a veces llevaba su rato y requería de toda la habilidad, paciencia y de algún que otro juramento y palo con la ijada de Cándido, pues las vacas ya sabían a lo que iban y se resistían algo.
Yo me colocaba con mi ijada en la parte delantera del carro y, a las órdenes de Cándido que iba por delante de ellas, las iba arreando para que no aminorasen la marcha. Decir que me llevé más de una reprimenda por arrearlas demasiado.
Una vez en el prao, teníamos que arrastrar la hierba con los rastrillos para hacer montones, con el fin de que Cándido y mi padre pudieran con el horcón atropar la hierba y cargarla al carro. Mis cometidos eran los de arrastrar y pisar la hierba en el carro para que cupiese más. A mis hermanos les mandaban para que no diesen guerra a coger saltamontes, grillos, flores,…o con una rama de escoba a espantar las moscas y los tábanos de la cara de las vacas para que no moscasen. Cuando el carro estaba cargado, se amarraba bien con varias sogas y se emprendía el lento y tortuoso regreso por unos caminos imposibles.
Al llegar a casa se colocaba el carro en paralelo y debajo del bocarón, mi padre iba metiendo la hierba a horcadas por él, mientras Cándido en el interior del pajar la iba colocando y pisando.
Una vez la hierba en el pajar ya era bien entrada la tarde, pero la faena para Cándido no acababa todavía.
Empezaba por meter las gallinas y darles de comer, a las ocho los pastores bajaban las cabras y las vacas, lo que volvía a ser para los más pequeños otra fiesta igual que por la mañana. Era muy curioso ver como los animales se iban separando del rebaño ellos solos, cuando pasaban por su casa. Una vez las cabras y las vacas estaban en sus respectivas cuadras, las amarraba con las cebillas a sus pesebres y les daba de comer antes de ordeñarlas. Primero ordeñaba a mano las cabras y después las vacas, con una rudimentaria ordeñadora, que muchas veces le dejaba tirado y lo tenía que hacer a mano, sentado en el tajo y con el caldero entre las piernas.
En aquellos años la tensión de la luz era de 125 W y a la hora de ordeñar todos los vecinos, se producía una caída de la tensión que no dejaba funcionar nada, por lo que apagábamos las luces y la tele, cosa que por cierto no nos hacía mucha gracia.
Una vez ordeñados todos los animales apartaba la leche con la que hacia su cotizado queso de nata y el resto lo echaba a una marmita para que al día siguiente se lo llevase el camión de recogida de la fábrica lechera.
Había ingeniado un carretillo especial para poder llevar cómodamente las marmitas, ya que las tenía que trasladar al punto de recogida situado en el barrio de mediavilla, junto a la fuente.
Para hacer el queso utilizaba la leche cruda de cabra y vaca, le añadía el cuajo, una vez cuajado procedía al desuerado, le echaba sal y llenaba varios moldes, encima colocaba un trapo y una piedra para que acabase de desurar. Este queso era muy solicitado, igual que la miel y los huevos, y todos los días venía gente a comprar.
A parte de los animales ya mencionados Cándido tenía a Chicu, su fiel perro, que tanto le ayudaba a la hora de manejar los animales y con el que nos gustaba mucho jugar. También tenía una burra, que le llevaba a todos los sitios. Esta era de color gris y como todas las de su especie muy testaruda, pero tengo que decir que era mi animal favorito, a pesar de que más de una vez me tiró y se me escapó. Yo me sentía un gran jinete cuando me montaba en ella y me pasaba los días pidiéndole permiso a Cándido para hacerlo, cosa que no siempre conseguía.




Recuerdo una vez que había que ir por la tarde con un sol de justicia a “esvolver” dos praos que tenía en la zona de El Campillo, ensillamos la burra y nos montamos los dos con un par de rastrillos y un paraguas a modo de sombrilla, ¡menuda pinta debíamos de tener!.
Otra labor en la que solía ayudar era la de regar la huerta al atardecer. Tenía que tener mucho cuidado de no mojar las hojas y si veía algún caracol o lumiago cogerlo y meterlo en una lata. En ella había lechugas, puerros, cebollas, berzas y patatas.
Cándido también tenía colmenas, más concretamente dujos, que estaban colocados unos en la huerta junto a la pared del colgaizo y otros en la era de la parte trasera de la casa, a donde daba el pajar.



En esta época del año las abejas todavía enjambraban y siempre había que estar atentos para avisarle si veíamos un ensambre y seguirle haciendo ruido dando palmadas, con dos piedras o latas, para que se posase y ver donde lo hacía, y así de paso con tanto jaleo se enteraban los demás vecinos que era de Cándido.
La manera en que los cogía era muy sencilla, aunque algunas veces se le escapaban, porque como él decía “las moscas son muy especiales y listas”. Una vez se había posado y estaba localizado el ensambre, cogía el escriño, que es una especie de cesto hecho con paja y zarzas y le untaba el fondo con agua-miel. Lo colocaba encima del enjambre y esperaba a que se metiesen ellas solas. Otras veces les echaba humo con el ahumador. Una vez en el escriño, las llevaba a un dujo que estuviera vacío y dando un golpe seco las metía todas dentro. En los días siguientes la vigilaba para ver si funcionaba bien.
No todo era trabajo, también había momentos de relajación y charla. Pero sobre todo había uno que era sagrado: el parte de las noticias y el tiempo.



También bajábamos a la cantina, La Joyanca, casi todos los días a por el pan, pero sobre todo era cita obligada los domingos después de la misa como centro de reunión de todos los vecinos del pueblo. Recuerdo que en ella se podían comprar comestibles, helados, golosinas o tomar todo tipo de bebidas.
La temporada de la hierba solía empezar en fechas próximas a San Juan, el 24 de junio, y finalizaba alrededor de un mes más tarde, hacía el 25 de julio, festividad de Santiago. En esta fecha nos solíamos bajar a Reinosa para seguir con el veraneo, pero subiendo cada dos por tres a Abiada, tanto para ayudar a Cándido en alguna labor puntual como la trilla o simplemente de visita, sin faltar por supuesto, a su bonita fiesta de “Los Campanos”, el primer domingo de septiembre.







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